LA LOCURA DE LA ERA… (3)

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   Si los setenta fueron de alarma por las catástrofes que afectaban al clima, incluyendo las hambrunas, y los ochentas estuvieron bajo la psicosis del fin del mundo, holocausto nuclear mediante, los noventas fueron relativamente tranquilos, casi extraños. No había amenazas visibles, y uno se sentía como raro, como quien olvidaba algo y no sabía qué era, pero que incomodaba y molestaba. Uno se tanteaba los bolsillos para ver si era que no había botado las llaves de la casa. La vida continuaba en el planeta a pesar de los problemas del ozono, la contaminación y los polos ártico y antártico siempre esperando para echar una vaina. La Unión Soviética había caído y parecía que llegaban años de paz. Sin embargo, esa seguridad que debimos sentir a la larga sería tan ilusorias, como enseñó la primera Guerra del Golfo (necesaria para seguir haciendo películas de locos traumados, víctimas de la guerra, Vietnam ya sonaba como al día siguiente del fin de la Guerra Civil Norteamericana), como ilusorias eran las metas económicas que se nos hicieron creer como artículos de fe para alcanzar la dicha.

   La tradición del viejo padre de construir una casa grande y fuerte para que resistiera tornados y el paso de los años, una donde los hijos encontrarían un refugio siempre, estaba pasando de moda. La tierra, el campo, la construcción estaba dejando espacio para el nuevo paradigma de mercado. La casa familiar como emblema, esa donde se sembraban árboles que tardaban como cien años en crecer y dar sombra (qué esperanza para el que siembra coco o yuca), pensando en los nietos y los hijos de estos, tocaba a su fin. Semejante actitud que hizo pueblos laboriosos, pero sobretodo, fuertes, como el inglés o el norteamericano; ya era anticuada. Los noventa terminaron con todo ese mundo tan curioso, trayendo sus nuevos valores, como el llamado Neoliberalismo Económico que pasó rápidamente, colapsando bancos y sistemas financieros a diestra y siniestra; pero cuyos efectos más devastadores se sintieron en los países del llamado Tercer Mundo donde las modas llegan tarde y causan desastres a pesar de que en todo el mundo ya se comentaba eso, y todo ello a pesar de que no nos cansamos de repetir que guerra avisada no mata soldado. De alguna manera, nunca nos enteramos hasta que el agua nos llega al cuello.

   Se creó la cultura del dinero, del dinero no como un medio para comprar cosas (como felicidad, ¡es carísima!), sino como un fin en sí mismo. Todos querían jugar a los titanes de empresas, a lo Dinastía, aunque era un programa de los ochenta (no les digo, todo llega tarde). El sueño era tener una habitación llena de billetes para sumergirse en ella como Tío Rico, el tío de Donald. Y para conseguirlo, y que todo el mundo viera que uno era chévere, se llegó a extremos aberrantes, como lo ocurrido en el sistema financiero venezolano. Gente que de lejos, y con poca luz, parecía decente, estafaron los fondos de las entidades que manejaban y se marcharon con el dinero de los depositantes, con total desparpajo, y hasta se molestaron cuando algún diario comentaba que tal vez, no eran tan pulcros en sus manejos como se suponía. Y estos crápulas no tenían nada de esa mentalidad japonesa, de que al ser pillados en la bellaquería, se suicidaban. No, estos buscaban un juez, un diputado y un partido político y se largaban con los reales, amenazando, tácitamente, con volver y repetir la hazaña si los criticaban mucho.

   En Caracas unos pobres idiotas quisieron jugar a Falcon Crest y pusieron unas bombas en tales y cuales sitios para especular en la bolsa al crear pánico, se les conoció como Los Chicos Bomba. Dios, se creían tan audaces, tan modernos, tan inteligentes… (no pueden verme, pero en estos momentos río a mandíbula batiente); pero claro, los atraparon. Eran los días en que la policía venezolana podía detener a gente que mandaba sobres bombas a un juez o hacía estallar un carro en un estacionamiento; también porque esos muchachos estaban en clara desventaja, ¡eran unos imbéciles! Sin embargo, el punto es que todo eso formaba parte de la cultura del dinero, de la meta final, del justificativo a todo lo que se hiciera; y si la plata era el nuevo dios, ningún medio para conseguirlo podía ser malo, ya que obtenerlo como fuera era casi una tarea sagrada según la laxa moral de los noventa, si no, pregúntenle a los atacantes suicidadas. Dios y mercado, gritaban muchos.

   El viejo sistema de sembrar comida, crear fábricas, muebles, carros, fue sustituido por empresas tan llamativas como etéreas, el mundo de la informática había llegado. Las grandes empresas crecían aceleradamente, ¡dígame la de los celulares!, y las bolsas de valores vinieron a sustituir los bancos crediticios que atendían necesidades concretas como las de los campesinos de Iowa, o Wyoming. No se creaba nada real, palpable, todas eran ganancias que aparecían en una pantalla electrónica, y el mundo era feliz. El festín de vanidades alcanzaba a todos en el planeta. Y no era que a todos les llegaba real, no es que se viviera una bonanza repentina, es que todo el mundo quería el perolero que aseguraba la felicidad; dos carros, un bote, varios televisores, el VHS para botar el Betamax, y luego las computadoras. Nunca se podía estar totalmente satisfecho o feliz, porque en cuanto se lograba algo, salía otra cosa que era mejor o los odiosos vecinos conseguían algo más caro, más bonito y nos robaban la dicha. En Venezuela, en ares paupérrimas donde las aguas negras corrían por las escaleras por donde se subía al más miserable ranchito en lo más alto de un cerro deprimente, era posible ver celulares y parabólicas: ranchos con parabólicas, esa podría ser la síntesis de esos años insustanciales.

   De ese período hubo una película que lo dijo todo: WALL STREET, con Michael Douglas. Las especulaciones de cosas no reales, las trampas, las manipulaciones para ganar inmensas fortunas que desaparecían al minuto siguiente al no estar basadas en bienes reales, era increíble. La forma en que el joven mentía, traicionaba la confianza del padre y de los amigos para triunfar, era patético porque denunciaban los nuevos anti valores. Pero lo que mejor retrató la época fue la importancia y popularidad que alcanzó el personajes de Douglas como ideal humano, un ser sin moral ni escrúpulos, amante del dinero, como prototipo del éxito, en los negocios y arrasando con las mujeres. El sueño de cualquier mentepollo. Mediante maquinitas que nadie entendía, hombres y países acumularon grandes cantidades de dinero y poder, hasta que la crisis mexicana, con su efecto tequila, o la caída de las bolsas asiáticas en los noventa, barrieron con buena parte de ese espejismo.

   De esos años, años perdidos e inútiles donde no se enfrentó con seriedad ni un sólo problema real, quedó como efecto secundario el acelerado resentimiento, y hablemos claro, del odio a nivel casi mundial hacia los Estados Unidos, y todo lo que representaba y de las cosas que lo representaban, sobretodo su comercio, su mercado. Cosa curiosa, a nadie pareció importarle en ese país, así que todo ocurría frente a la mirada cómplice y estúpida de los medios de comunicación, pero sobretodo de su clase dirigente. Y tal vez ahí estaba la clave del rumbo perdido, los Estados Unidos, como el resto del mundo, ya no contaba con estadistas capaces de panear a futuro, a mirar en abstracto, sino con políticos de paso, gente escandalosa que confundía ruido con hechos. Perdido en un mundo movedizo, donde parecía haber paz aunque en cien lugares había guerritas, con una prosperidad que no alcanzaba, el mundo avanzaba sin saber a dónde, hasta que una mañana amaneció de golpe…

Julio César.

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